En el año 9 d.C. el Imperio romano sufrió una de sus más espectaculares derrotas: en los bosques de Teotoburgo tres legiones eran aniquiladas por una gran coalición de tribus germanas lideradas por Arminio, antiguo oficial de las cohortes auxiliares romanas.
No era aquella la derrota más sangrienta de las águilas romanas, pero sí que fue crucial porque obligó a Roma a reconsiderar su estrategia expansiva: algo que hasta aquel entonces ninguna potencia había conseguido.
La masacre del general Varo y sus hombres era el clímax de un proceso de conquista que se había iniciado dos décadas atrás y que había contado con la presencia de los generales Druso y Tiberio, de la familia imperial. La ignota Germania Magna parecía una tierra llena de promesas, con riquezas aún por explotar y el lugar donde saciar el inextinguible deseo de llevar la romanización hasta el más apartado de los confines del mundo.
En vano, las campañas lanzadas por Germánico entre los años 14-16 d.C. intentaron revertir el curso de los acontecimientos: miles de hombres combatieron y murieron en aquellos combates, en azarosas travesías por el Mar del Norte, en riadas intempestuosas en el delta del Rin... Al final, todo inútil.
La inquebrantable resistencia germana venció a las orgullosas águilas romanas.